El dueño de la librería sólo trata de facilitarse el trabajo y espantar a los moscones que vienen a fastidiar y no a comprar, pero al ver tanto NO en el cartelito me planteo si entro o no en la librería. Seguramente alguien tuvo que hacer esas preguntas a las que la respuesta es siempre no, alguien tuvo que ser el primero en poner en alerta al dueño de la librería sobre lo inoportuno y estúpido de aquello que se pedía, tanto que había que poner un cartel para no perder tiempo en responder la próxima vez. Yo temo ser ese tipo que, sin mala intención o a lo mejor con un gran despiste, entra a pedir un certificado de penales -exactamente un certificado de penales, nada de sellos o un sobre de la declaración de la renta- sin darse cuenta de que eso no es un estanco, o ese otro señor que pide que le fotocopien el DNI y que, de nuevo, obliga al librero a decir que no, que lo de las fotocopias es más abajo. Me lo imagino una tarde, pensando el hombre en todas las preguntas absurdas que tiene que responder a lo largo del día, diseñando el cartelito con sus flechas, de una forma limpia, elegante, como sólo el ordenador puede hacerlo, plastificándolo luego (en la papelería del número 42 donde también le hacen las fotocopias) y colgándolo con la satisfacción del deber cumplido, con la tranquilidad de que no tendrá que responder a estupideces, sino atender sólo a clientes que van a buscar libros -pero no libros de texto, ojo, que eso es en otro sitio-, sino libros de los que él vende. Por eso temo equivocarme, temo pedirle algo fuera de lugar, temo enfadarle, sacarle de sus casillas y obligarle a quitar el cartel, a volver al principio del proceso para tener que redactar otro no, otra respuesta a una petición que no es la correcta. Paso de largo, pues, y me marcho a casa con un poco de tristeza por no haber sido capaz de ganarle la partida a esa manifestación de negatividad.
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