Hace unos años ir a Ceuta desde Cádiz era toda una aventura. Yo fui un par de veces con mi padre. Nos levantábamos de madrugada, a eso de las 5. Nos preparábamos y salíamos en autobus a las 6 en dirección a Algeciras. Parábamos en la Barca de Vejer, donde podíamos desayunar una manteca colorá con zurrapa de lomo antes de seguir camino. Cuando llegábamos apenas había salido el sol y nos montábamos en el Ferry que nos llevaba, cruzando el estrecho, a la ciudad con puerto franco, que quería decir que no se pagaban impuestos. Eso hacía que los bazares con productos electrónicos y las tiendas con comidas exóticas estuvieran por todas partes, y todo mucho más barato que en la península. Allí compró mi padre su primer radiocassette marca Gregory, que el dependiente le dijo que venía a ser como un Phillips. Tal vez fuera cierto. A fin de cuentas en esa época China no había despertado y los productos electrónicos venían indefectiblemente de Alemania o de Japón. Bueno, si eran Phillips o "Pilips", como alguno le llamaba a la marca, venían de Holanda. Pero en esa época, de "Pilips" sólo se conocían las afeitadoras y poco más. Recuerdo también que en uno de los viajes mi padre compró un reloj supuestamente suizo que funcionaba mediante un muelle con un muñequito sentado en un columpio y un pajarito que se movía en la carcasa con forma de casita. Nunca conseguimos hacer que la maquinaria arrancara, pero quedaba mono colgado. Pero la prueba irrefutable de que uno había estado en Ceuta era que traía en la bolsa, como si fuera un botín, una lata de mantequilla Breda, a veces sin sal y a veces con sal, para probar sabores nuevos. Esa lata quedaba en el frigorífico cerrada hasta que se tomaba la dolorosa decisión de abrirla y consumirla. La decisión era dolorosa porque significaba perder el recuerdo, la huella del viaje a tierras africanas y un tanto exóticas para la época; recuerdo que terminaba colocado sobre pan en desayunos no menos exóticos por lo raro de tomar mantequilla de lata cuando lo normal era que la Arias viniera en paquete de papel. Luego la lata quedaba guardada como tesoro precioso con el que uno se hacía un lapicero que duraba años y en el que, cada vez que miraba, se encontraba con un reflejo de madrugadas aventureras.
Hoy, paseando entre los pasillos del Carrefour Express me encontré con todas esas latitas de Breda a mi disposición sin necesidad de ir de a tomar un barco y acercarme a Ceuta. Qué quieren que les diga, para mí ha sido como si a un cazador de leones le ponen veinte o treinta rellenos de foie gras en la sección de congelados, listos para meter en el microondas (imaginando que los leones se pudieran comer rellenos). Me he sentido despojado, perdido y casi he estado a punto de llamar a mi padre para que un día de estos me llevara de madrugada a tierras lejanas a comprar algo que la globalización no pueda traerme a las estanterías del Carrefour Express...
2 comentarios:
A mi me ocurre poco mas o menos lo mismo pero con una diferencia, nuetra lata de mantequilla Breda siempre venia de Andorra.
Mi padre era conductor de autobuses y la mantequilla y el camenbert eran los tesoros que traia siempre de sus viajes a Andorra.
Haber guardado la lata vacía como recuerdo
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